“Si dios es varón, el varón es dios”.
Mary Daly, teóloga feminista (1928-2010)
El tremendo escándalo que afecta a la jerarquía católica chilena esta abriendo una caja de Pandora—el rey está desnudo.
Hace tiempo que las/os católicas/os comunes y corrientes sospechaban que algo en la iglesia estaba podrido: se notaba en la baja asistencia a la misa dominical; en el estancamiento de las una vez vibrantes comunidades eclesiales de base; en la búsqueda de otras instancias de prácticas de espiritualidad acompañada de la explicación “sí, soy católica, pero a mi manera”; en el poco entusiasmo por la visita del papa en enero—supuestamente porque Chile ya es un país muy secularizado.
Pero finalmente—gracias a la persistencia de Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo, abusados por Fernando Karadima—está saliendo a la luz, con toda crudeza, el abuso sexual de niños y jóvenes como algo común dentro del clero chileno. Lo más reciente: una “cofradía” de sacerdotes en Rancagua que han incurrido en conductas sexuales impropias con jóvenes (La Tercera, 19 de mayo, 2018). Aún más horrible ha sido la red de protección de estas prácticas por parte de los obispos chilenos. Gracias, también, a que los y las católicos/as de Osorno insistieron en que el obispo Juan Barros no era digno de ser su prelado, por su rol en el encubrimiento de los abusos de Karadima, es que al final el papa Francisco se vio obligado a investigar a fondo las acusaciones. El resultado: el Informe Scicluna—hecho por el arzobispo de Malta, Carlos Scicluna que vino a Chile para investigar en detalle las acusaciones de los abusos—impactó tanto al papa que llamó a todos los obispos chilenos a Roma y—en un documento de 10 páginas—los acusó de graves negligencias por no condenar los abusos sexuales y los abusos de poder y de conciencia. El papa dijo que los obispos han perdido su centro, se han concentrado en sí mismo y tienen una psicología elitista y clerical. Sus “círculos cerrados desembarcan en espiritualidades narcisistas y autoritarias en las que en lugar de evangelizar, lo importante es sentirse especial”. El papa documenta los abusos en detalle y reconoce que hay algo mal en el cuerpo eclesial chileno—y afirma que es el sistema el que produce tantas aberraciones.
Por otro lado, la directora del Centro de Investigación Periodística (CIPER), Mónica González, que también es coautora del libro Los secretos del imperio de Karadima, subraya algo que puede aclarar lo que está en la raíz de estas “aberraciones”:
En el caso preciso en El Bosque (la parroquia de Karadima), había un desprecio completo por el rol de la mujer. (…)Nunca analizamos este punto de vista, pero había una permanente subvaloración hacia la mujer. La Iglesia debiera hacerse cargo y ver cómo se enfrenta esa cultura machista, que es la que hace proliferar estas mafias. (Entrevista en La Tercera, 14 de mayo, 2018).
Es acá donde nosotras, las teólogas feministas, tenemos mucho que aportar. Desde la década de los setenta a la fecha, en América Latina, hemos ido levantando la voz sobre las raíces de la misoginia—el odio hacia la mujer—en la iglesia católica.[1]Al igual que nuestras hermanas feministas, hemos analizado el origen y las estructuras del patriarcado.
En el colectivo Con-spirando, donde trabajo, hemos ido construyendo teologías desde nuestros cuerpos, nuestras intuiciones, nuestras vivencias como mujeres. Hemos creado espacios donde hemos podido abordar sin miedo nuestras experiencias—a veces negativas y hasta traumáticas—respecto de la formación religiosa que hemos recibido. Y hemos buscado nuevas imágenes de lo sagrado que no sean masculinas. Descubrimos que cuando lo femenino está ausente del imaginario divino, las mujeres somos despreciadas y denegadas.
Esta negación primordial de la mujer nos llevó a estudiar la evolución de nuestras imágenes de lo sagrado. Constatamos que en nuestros inicios como especie humana hemos honrado a la tierra como nuestra madre de donde hemos venido y hacia donde regresaremos al final de nuestros días (algo que nuestros pueblos originarios todavía hacen) y nos preguntamos: ¿qué hizo que la Gran Madre, la Pachamama, fuera reemplazado por el Padre Todopoderoso?
Empezamos a estudiar apasionadamente los mitos de origen porque estos muestran una experiencia interpretativa para dar sentido al mundo. Nos dan una mirada sobre nosotras/os mismas/os y nos ofrecen una defensa contra el caos. Más que nada, nos ofrecen un guión para decirnos cómo debemos actuar; Como dijo la filósofa Madonna Kolbenschlag:
Los mitos son las fuerzas más poderosas del universo. Podemos ser encarcelados por ellos, pero también nos pueden liberar y empoderar (…).Los mitos nos dicen la verdad acerca de nuestra propia experiencia. Reflejan nuestra historia personal. Pero también son revelaciones de una historia más amplia que está evolucionando: la historia de la tierra misma y de todas sus creaturas.[2]
En un primer momento, analizamos el mito del Génesis—la creación de Adán y Eva—el mito fundacional que sostiene nuestra actual cultura patriarcal cristiana. Comenzamos a darnos cuenta cuánto hemos internalizado este mito—somos, supuestamente, “el segundo sexo” desde el principio. Luego de nuestro trabajo de desconstrucción del Génesis, decidimos examinar mitos de origen más antiguos que han influenciado la construcción del Génesis. Llegamos al mito de Babilonia, el EnumaElish, donde el joven guerrero Marduk mata a la Gran Madre Tiamat. De allí, hemos construido una línea de tiempo sobre la evolución de nuestras imágenes de lo sagrado desde la Gran Madre hacia el Padre Todopoderoso.
En el principio (20.000-5.000 AC)
Las primeras imágenes de lo sagrado que hemos encontrado en todas partes del planeta son las de la mujer embarazada, símbolo del origen de la vida. Hemos alabado a la Gran Madre por su tremenda fertilidad, por su poder de dar vida y también por su poder de dar muerte. Ella fue venerada como la fuerza femenina conectada con la naturaleza y la fertilidad, responsable de la creación y la destrucción de la vida. El cuerpo femenino reflejaba a la Gran Madre. Era un recipiente mágico: podía sangrar sin morir (¡y en sincronía con la luna!), tenía una extraordinaria capacidad para el placer sexual, podía engendrar y dar a luz, tenía la habilidad de nutrir por medio de sus pechos de donde salía leche para alimentar a las guaguas. Entonces, el cuerpo de la mujerera honrado y la sexualidad y el placer eran sagrados, porque la unión sexual entre hombre y mujer reflejaba los misteriosos poderes que sostienen la vida.
El rito más importante en la época neolítica fue el Hieros Gamos, “la boda sagrada”. Era un rito erótico para celebrar el inicio de un nuevo año. El rito era para honrar la fuente de la vida, mostrando el placer, la alegría y la gratitud de la gente a la Gran Madre, animándola a ser fértil en el año que venía.
La transición (4.300-2.800 AC)
Entre los pueblos paleolíticos y neolíticos, fundamentalmente matrísticos, hubo algunos que se desplazaron hacia el norte de Europa y Asia, siguiendo las migraciones anuales de manadas de animales silvestres. Domesticaron el caballo. También hubo pastores del desierto de Arabia, los semitas, que domesticaron las ovejas, las cabras y el camello. Ellos desarrollaron el pastoreo como un modo de vida. Sus animales tenían que ser controlados y dominados. También tenían que proteger a sus manadas de otros animales como, por ejemplo, el lobo que ya era visto como un “enemigo”. Valorizaron el aumento del rebaño por medio de la fertilidad de las animales hembras. Valorizaron la procreación. Desde esta experiencia valorizaron la sexualidad de las mujeres asociada a la procreación en vez de asociarla al placer y trataron de controlar esta procreación. Hubo una apropiación gradual de la capacidad de las mujeres de reproducirse. Eso cambió la relación entre dos seres iguales: los hombres, como grupo, empiezan a tener un PODER SOBRE la mujer, que las mujeres, como grupo, nunca tuvieron sobre el hombre.
Hubo por lo menos tres oleadas de invasiones destructoras entre 4.300 y 2.800—mil quinientos años que cambiaron dramáticamente las aldeas neolíticas. Aparecieron tribus pastoriles y guerreras que empezaron a invadir las zonas agrarias alrededor de Asia Menor y el Mediterráneo. Su estilo característico fue el saqueo de las aldeas, la masacre de los hombres y el rapto de las mujeres fértiles. Estos invasores eran “patrifocales”, se movilizaban en caballos o camellos y eran amantes de la guerra. Los invasores se consideraban a sí mismos como gente superior por su habilidad de conquistar las aldeas agrícolas (recordemos la conquista de América Latina por los españoles).
Dos experiencias psíquicas diferentes
Los invasores eran pastores. Pasaban muchos tiempos solos, cuidando los rebaños. Estaban expuestos a la expansión inmensa de los cielos estrellados, los truenos y los relámpagos. Sentían que el cosmos era algo inmensamente grande y temible, amenazante por su poder y fuerza. Sus deidades fueron transcendentes, tenían una autoridad absoluta, arbitraria e invisible que exigía una sumisión total a un orden ya establecido. La cultura patriarcal pastoril debe haber sido una experiencia de conexión con un reino abstracto, de naturaleza completamente diferente a lo que ocurría en la vida diaria de la gente matrística. Su devoción se centraba en un dios del cielo, una figura masculina, guerrera, un juez terrible que los acompañaba en sus saqueos y estaba con ellos cuando invadían las aldeas matrísticas. Este dios, como ellos, utilizaba la fuerza, el temor, el dolor y el castigo; ellos y sus dioses eran ascéticos y jerárquicos.
La gente de la aldea neolítica experimentaba la conexión concreta con la vida diaria. Vivían dentro de la siembra y la cosecha, dentro de una comunidad donde todo estaba vivo. Sentían su pertenencia a la misma red de existencias interconectadas. Experimentaban un compartir, una participación armónica como estilo de vida. Su experiencia era TERRESTRE. Sentían una pertenencia a una red más amplia de existencia cíclica: el flujo de nacimiento, crecimiento, muerte y renacer. Tenían confianza en la Madre Tierra.
Poco a poco, la Gran Madre se convierte en la esposa subordinada de los dioses invasores. Los atributos y el poder que originalmente pertenecían a la divinidad femenina fueron expropiados por la deidad masculina. En los mitos apareció por primera vez la violación. Surgieron mitos donde los héroes mataban “monstruos” (como Tiamat). La Gran Madre fue dividida en muchas diosas menores (como las diosas de Grecia y Roma).
La Época Clásica (3.500 AC – 1.500 DC)
Esta época está marcada por los grandes saltos en la producción y la tecnología. Fueron construidas las grandes ciudades: Jerusalén, Atenas, Roma, Cairo, Cuzco, Tenochtitlán. Todas las grandes ciudades tenían paredes para protegerlas. Tiene lugar el descubrimiento de los metales: el bronce y, más tarde, el hierro. Ya no todos tenían que trabajar la tierra o ser pastores: hubo un gran despliegue de especialización. Artesanía de todo tipo. Transporte, intercambio de bienes, migraciones, ejércitos, construcción de grandes templos, pirámides, carreteras. Las sociedades fueron cada vez más estratificadas y jerárquicas. Desarrollaron clases y castas.
Una primera separación fue la de los dueños de la tierra y los que trabajaban la tierra para los dueños. Había sacerdotes para la matemática, la escritura, las leyes, la administración política. Y reyes con sus ejércitos. La guerra se vuelve crónica. La subordinación de la mujer ya es algo “natural”. El patriarcado ya está firme e institucionalizado en todos los códigos legales y religiosos. No hubo un “hecho” específico que produjo la subordinación de la mujer. Fue un proceso que ocurrió a lo largo de más de mil años, y a diferentes ritmos en todas las partes del planeta.
En cuanto a nuestro desarrollo psíquico, nuestro sentido de venir y regresar a la Gran Madre fue reemplazado por una fe en deidades que representaban una mentalidad patriarcal de “poder sobre”. Ya no reconocemos la Tierra como un Ser Viviente, sino como una fuente de recursos para explotar. Desde una actitud de gratitud para la fecundidad de la Tierra, adoptamos un hambre de acumular cosas como la base de nuestra seguridad.
Durante la Edad de Hierro (1.250-800 AC), la transición de la sede de la divinidad desde la Gran Madre al Dios Padre ya estaba sellada. En la época neolítica, la imagen de la Diosa Madre representaba la fuente de vida. Su hijo fue el que emergió de la totalidad de su Madre, para que ella pueda conocerse a sí misma. Pero cuando el hijo creció, en la Edad de Bronce, se convirtió en el consorte de la diosa y algunas veces es cocreador con ella. Ahora, en la Era de Hierro, un dios padre es el ser supremo. Paulatinamente, este se transforma en un dios sin consorte como el que vemos en las tres grandes religiones patriarcales.
Este dios es el único creador del cielo y la tierra. Además es el que hace el cielo y la tierra, en contraste con la Gran Madre que era el cielo y la tierra. Así la identidad fundamental entre el creador y la creación se disuelve. En la tradición de la Gran Madre, la Naturaleza y el Espíritu no están separados, porque la deidad es inmanente en la creación. Pero en la tradición del Dios, la deidad es transcendente a su creación. Es más, la creación se convierte en un hecho para poner orden en el caos.
También en la Edad de Hierro fue cuando nacieron Confucio, Buda, Jesús y Mahoma—todos ofrecieron una respuesta a la angustia que sentimos frente a la muerte. Todos ofrecieron otro mundo trascendente más allá de la muerte. El patriarcado y la creencia en la inmortalidad están muy conectados.
La Época Moderna (1.500 al presente)
Comienzala era industrial—época de combustibles fósiles. El uso de fuentes de energía no renovables (carbón, petróleo, gas natural) se establece en todas partes. Es la época de la ciencia y la tecnología, la razón y la secularización. La especie humana ya es un poder planetario.
Sin embargo, empezamos a darnos cuenta de lo que significa nuestra soberbia de creernos “dueños” de la tierra. La tierra es un sistema cerrado. Los combustibles fósiles han estado guardados por millones de años en sus entrañas. Al sacarlos, estamos experimentando el calentamiento de la tierra. No es posible reciclarlos. Se vuelven tóxicos, se convierten en basurales radioactivos. La revolución industrial no solamente ha contaminado nuestros suelos, sino también nuestras almas.[3]
Entonces, ¿por qué desapareció la imagen de la Gran Madre? Cuando buscamos dentro de la historia de los mitos y la evolución de nuestras imágenes de lo sagrado, vemos claramente que desde el mito babilónico de la muerte de Tiamat a manos de Marduk, alrededor de dos mil años AC, la Gran Madre fue cada vez más asociada con la Naturaleza como una fuerza caótica que tiene que ser controlada. Y, poco a poco, con la evolución hacia la imagen de un dios masculino, esta Naturaleza empieza a ser conquistada y controlada desde su reino superior de la mente o del espíritu. Durante nuestra historia temprana, estos opuestos no existían. Pero como hemos visto, la historia de la especie humana es la de una continua separación de la Tierra, un proceso progresivo de desconexión hasta llegar al momento actual donde somos tan independientes de ella que la tierra es simplemente una fuente de recursos para utilizar y dominar. Esta actitud está muy presente en nuestra herencia judeocristiana.
Sin embargo, la presencia de la Gran Madre no ha sido completamente borrada. Ella está tan dentro de nuestros genes que no es posible borrarla. Entonces, nos preguntamos: ¿dónde está actualmente? Muchas de nosotras creemos que ella está emergiendo en una nueva forma—ya no como una imagen concreta de una deidad femenina, sino como lo que esta imagen representaba: una visión de la realidad donde toda la comunidad de la vida participaba en una relación mutua. Estas nuevas intuiciones están llegando de lo que llamamos la “Nueva Ciencia”.La física cuántica nos muestra que todo está conectado en patrones de relacionalidad. Es como si la tierra misma nos estuviera despertando de un largo sueño, haciéndonos recordar que somos sus criaturas, sus hijos/as.
La invitación a los obispos y sacerdotes es a recordar quiénes somos: una especie dentro de una comunidad de especies. Vivimos y morimos. Consumimos y somos consumidos. Los miembros de la comunidad de la Tierra se alimentan unos a otros. La muerte de uno es la vida de otro. A fin de cuentas, eso crea una intimidad muy profunda.
Teilhard de Chardin dijo una vez que el gran descubrimiento de la época moderna había sido el de la evolución. La evolución puede ser entendida como un continuo despertar, como un proceso cada vez más complejo de transformación. Invitamos a los obispos y sacerdotes a despertar y descubrir lo que la gente indígena siempre ha sabido: la tierra es nuestra Madre—de ella hemos venido y a ella regresaremos. Somos terrestres, no extraterrestres.
Sobre la autora: Mary Judith Ress, teóloga ecofeminista, es cofundadora del Colectivo Con-spirando. Es autora de Sin visiones nos perdemos: Reflexiones sobre Teología Ecofeminista Latinoamericana (Santiago: Con-spirando, 2012) y Flores de Sangre: de La Bandera a El Salvador, 1970-1979. Una novela histórica (Santiago: Cuatro Vientos, 2014).
[1] “Las tres fases de la Teología Feminista Latinoamericana,” en Mary Judith Ress, Sin visiones nos perdemos: Reflexiones sobre Teología Ecofeminista Latinoamericana (Santiago: Con-spirando, 2012), pp.21-25.
[2]Diosas y arquetipos: en memoria de Madonna Kolbenschag (Santiago: Con-spirando, 2001), p.3.
[3]Para un resumen de la evolución de lo sagrado, ver Diosas y Arquetipos: Documentos, Ritos, Vivencias,Actividades. CD del Colectivo Con-spirando, 2008.